A diferencia de vivir en una gran ciudad en los pueblos los sonidos se perciben más nítidamente, los cuales no quedan colapsados por el ritmo intenso y perceptible que las grandes urbes generan por si mismas y que colapsan otro tipo de sensaciones que pueden entrar por los sentidos. Vivir en un pueblo nos acerca a esa multitud de sensaciones que se prodigan por todos sus rincones, las cuales emanan como fuentes que se deslizan hasta por debajo de las piedras de sus calles.
Pero hay otro tipo de sonidos que son impenetrables para el oído humano: el que desprende el propio silencio, ese silencio que se cristaliza con las sensaciones humanas; el silencio que se refleja en las caras de muchas personas con las cuales nos cruzamos por calles y avenidas de las grandes urbes; el silencio que desprende un vagón de metro o un autobús lleno de pasajeros al finalizar la jornada y que muchas veces se puede cortar con la fina hoja de un cuchillo; el silencio que ocupa el habitáculo de un ascensor lleno de personas. Este fenómeno, que por suerte no padecían los pueblos, ya ha comenzado a afectarnos como una plaga que se va extendiendo poco a poco, inexorablemente, que nos hace replegarnos a nuestros cuarteles como batalla perdida y cuyo refugio nos hace sentirnos seguros: individualismo, soledad, carencia de relaciones, renuncia de la vecindad, intereses espúreos y así una larga retahíla de complejos que nos hacen alejarnos de nuestro propio entorno.
Andar entre una gran multitud no es nada gratificante (excepto por un interés común), pero por poco que lo intentemos, con atención e interés, podemos sentir un amplio abanico de sensaciones que emanan del interior de esa colectividad y si ponemos mucho y mucho interés, hasta somos capaces se escuchar ‘los sonidos del silencio’.
Foto. Curso de reciclaje de cocina realizado en el restaurante Alcauzón. 2007